Por Mayte Pérez Abendaño
Esparció la comida por el plato y los dos trozos más grandes se los guardó en el bolsillo. Bebió el cuarto té de la mañana. Para este último se le habían acabado los limones, así que le puso un buen chorro de vinagre. Estaba asqueroso pero, qué importaba, bastaba con que hiciera su función. Tras pasar por el baño fue corriendo a pesarse y comprobó, desesperada, que pesaba 56 gramos más que al levantarse. Quizás, si hubiese sido capaz de pensar, se hubiese sacado antes los dos trozos grandes del bolsillo.
No quería mirarse al espejo, pero no pudo evitarlo. Al verse pensó que estaba más inmensa cada día; que nuevamente tendría que comprarse ropa, porque toda se le estaba quedado pequeña.
Sí no lo solucionaba Francisco le iba a dejar, sin duda. ¿Cómo iba a querer estar con semejante monstruo, que día a día engordaba sin parar? Sabía que él se merecía mucho más. Se merecía una mujer estupenda y no una mujer como ella, que no podía controlar su cuerpo y que se hinchaba por momentos. ¿Cómo le iba a decir, cuando llegara, que en una mañana había engordado 56 gramos? Se pondría furioso y, con toda la razón, le daría el escarmiento que se merecía. Y ella sabría que se lo había ganado. Él sólo quería lo mejor para los dos. Era normal que quisiera lucir a una esposa delgada y con estilo, y no al adefesio en que ella se había convertido.
Mientras se preparaba para hacer una sesión de ejercicio intenso, pensó en cuánto estaba él sufriendo por culpa de ella. Pensó en la paciencia que él le demostraba día a día, evitando darle más golpes secos de los inevitables, y trayéndole maravillosas flores después. Se preguntaba por qué se merecía ella tanta suerte y, al no encontrar respuesta, sólo podía sentirse agradecida de haber encontrado a un hombre como él.
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